FRANCISCO DE RIBERA, EL MARINO OLVIDADO. BATALLA DEL CABO CELIDONIA. (Una historia de pelicula)
Un poco de historia de esos españoles de antaño.
 
Francisco de Ribera era barbudo, alto, de mirada difícil de mantener, provocador nato, dado al altercado fácil, muy “echao palante” y seguro de sí mismo. En una gresca de callejón les había dado el pasaporte a cinco incautos que pasaban por allá. Uno de los que se había tropezado con esta fuerza de la naturaleza había escupido delante de él con tan mala fortuna que el guarro fluido había aterrizado en la bota de este bronco espécimen. Fue más que suficiente.
A uña de caballo tuvo que largarse de Cádiz tras haber pasaportado a su capitán al parecer por una diferencia de faldas. Para que no le echaran el guante y tomar aire fresco en otras latitudes más seguras, metió la quinta. En llegando a Cartagena cogió una balandra rumbo a Sicilia. En cuanto perdió costa a la vista, llenó sus pulmones profundamente y se relajó.
Allá, gobernaba el malogrado Duque de Osuna que con su dinero de bolsillo -una fortuna incalculable- había financiado y de paso aterrorizado en poco tiempo con naves muy marineras y gentes muy bragadas en asuntos de armas, tanto en el hierro como en la pólvora, causando estragos a turcos y piratas de Berbería, o lo que es lo mismo, a cualquier quisque que llevara turbante. Antes de entrar en harina, hay que recordar que este fichaje al que el duque había echado el ojo nada más pisar tierra firme tenía sus buenos antecedentes.
De Ribera ya venía con unas buenas credenciales tras los sucesos de Celidonia. En medio de la canícula veraniega y en uno de los choques más desproporcionados que se han visto sobre los mares, se dio un épico enfrentamiento hacia el 14 de julio de 1616 y además, a domicilio. Tras la paliza de Lepanto, los turcos ya no eran los mismos, estaban un pelín alicaídos. Las guerras Habsburgo-otomanas para controlar el mar Mediterráneo eran como una rueda sin fin, como un bucle interminable, como el día de la marmota para entendernos. Los turcos a pesar del correctivo aplicado allá por el año 1571 seguían dando la chapa a través de sus franquiciados los piratas de Berbería, que ocupaban casi toda la cornisa norteafricana.
Entonces ocurrió que una pequeña escuadra española al mando de Francisco de Ribera en navegación de avanzada en las cercanías de Chipre fue atacada por una enorme flota otomana que la superaba de lejos en potencia de fuego y efectivos. Estaríamos hablando de una relación de doce contra uno y de unas cincuenta galeras contra cinco galeones. El entrenamiento al que sometía el Duque de Osuna a su tropa y marinería, era de una severidad rigurosa. Metidos literalmente en la boca del lobo y sin opciones de fuga, la decisión era obvia y por ello, actuaron en consecuencia. Aquello era literalmente a vida o muerte.En un enfrentamiento extremadamente desigual (por parte española no superaban entre marinería, artilleros y mosqueteros los 1.600 hombres) mientras que los anatolios eran más de 12.000, la suerte de las armas sonreiría a aquellos magníficos soldados. Todo hay que decirlo, el Duque de Osuna pagaba regularmente y pagaba mucho mejor que su señor el rey. Exigía, sí, pero a cambio daba.
Tras haber peinado toda la zona aledaña a la parte este de la isla de Chipre y haber dado buena cuenta de docenas de capturas de pequeños mercantes navegando con costa a la vista -los llamados caramuzales- la captura de un patache procedente de Constantinopla los había puesto en alerta sobre la que se les venía encima. El sultán les enviaba toda una escuadra a petición del gobernador de Famagusta, a la sazón, la capital de Chipre. Rivera no era de los que se arredraba y además, tenía a bordo de los cinco galeones un millar de arcabuceros con ganas atrasadas. No hay que olvidar que los españoles tenían una ventaja muy importante más allá de la excelente preparación exigida por Osuna.
Los galeones, con sus amuras de alto bordo, no solo eran unas excelentes plataformas para los tiradores, sino que además exhibían la artillería que a la postre sería el certificado de defunción de los subidos turcos. Por lo tanto, ni corto ni perezoso, se dispuso a esperar a aquella banda de jenízaros como quien no quiere la cosa. Y así fue. Durante dos días consecutivos, los hijos de Allah lo intentaron todo. Formaciones de media luna, de cuarto creciente y de cuarto menguante -estas últimas se les dieron de miedo-. Buscaban ángulos muertos, pero la artillería de los galeones parecía estar de prácticas. Aquello era una carnicería en toda regla. Cuando la tropa española tiraba una andanada, había un griterío infernal entre el bosque de galeras. Cada tiro era un blanco garantizado. Y luego, a continuación, venía la sinfónica de los arcabuceros.
Cualquiera se habría arredrado ante aquella ingente masa de turbantes vociferando, pero Ribera era de una madera muy especial y sus hombres tenían una fe ciega en él. Como resultado de aquella gresca a gran escala la flota turca se vería inmersa en enormes pérdidas. Una decena de galeras fueron tragadas literalmente por el mar, y más de una veintena, desarboladas o dañadas seriamente. En el balance se calcula a ojo de buen cubero que los otomanos perdieron más de un millar de sus tropas de elite, los jenízaros, cerca de dos mil marinos, y lo más trágico, casi otro millar de galeotes presos de sus cadenas. Ribera seria promovido al grado de almirante por el propio rey Felipe III,
Este marino era hijo de Toledo y vio la luz por primera vez allá por 1582. Huérfano e hijo de hidalgo, sin recursos con los que hacerse valer, solo le quedaba el camino de la milicia para ser alguien. En aquel tiempo era así, no había muchas alternativas. Fueraparte de los duelos y peleas de taberna, el chico apuntaba maneras
y su tropa, agasajada como héroes además de recibir un generoso estipendio. En Sicilia y a las órdenes del Duque de Osuna, este, que vio la proyección de aquel alférez en busca de gloria, le daría el mando de un galeón recién salido del astillero de Siracusa con 18 piezas de artillería por banda. Todos los enrolados en aquel bajel tenían poco de escrupulosos y eran gente de brío y decidida. De esta guisa, el Mediterráneo comenzaría a temblar. Francisco Ribera siempre tenía plan A y B. Todos los hombres a sus órdenes iban armados hasta los dientes: arcabuz, pistolón, hierro en abundancia y navaja, por si acaso. La verdad es que de argumentos andaban sobrados.
Tras un lance fortuito en el que se vieron envueltos en una trifulca al sureste de Nápoles, Ribera y su galeón entraron en astilleros para reponerse tras un duro combate con varias galeras de Berbería. Sus informadores –casi todos eran pescadores de bajura–, les advirtieron que los asaltantes tunecinos se habían dado a la fuga hacia la Goleta y dicho y hecho, se fueron en dirección a la boca del lobo. A este campeón no es que le faltara iniciativa, al revés, la tenía a raudal
De forma audaz y sorpresiva, el galeón español de Ribera entró en la Goleta, puerto natural de Túnez desde la época de los cartagineses y, bajo el asombro de los allí presentes, que no creían lo que estaban viendo, se cepilló cuatro buques corsarios con cuarenta piezas cada uno estallándolos con sendos barriles de pólvora colocados en la sentina cada uno por debajo de la línea de flotación. De una tacada enviaron al paraíso con vuelo directo a retozar con las huríes a más de un centenar de moritos, al otro centenar los echaron por la borda sin más preámbulos. Cuando desde la fortaleza se pusieron un poco pesados con la artillería, se largaron sin más.
Pero el galeón de Ribera había sido tocado seriamente y Sicilia estaba a cierta distancia. Más de cuarenta impactos habían hecho mella en el casco de la nave y para mejor navegar hubo de deshacerse de la más pesada de las presas que remolcaba. Finalmente, conseguirían llegar a Trápana con tres de las cuatro presas, recibidos con asombro general. El duque de Osuna, admirador impenitente de Ribera, elogió aquella increíble hazaña extendiendo al rey una petición para promoverlo al empleo de capitán. El caso es que el cicatero monarca Felipe III al igual que solia hacer su padre, se desentendió del tema alegando que la cuestión era competencia del Duque de Osuna.
Según cuenta el historiador Fernández Duro, el Duque de Osuna tenía una visión estratégica muy avanzada, pues entendía que por naturaleza, España era una nación eminentemente marítima, tan insular casi como Gran Bretaña. Lamentablemente, los melifluos cortesanos abanicaban las decisiones del rey Felipe III según demandara el momento. El cúmulo de victorias que constan en el albarán de Francisco de Ribera merece un reconocimiento más allá de las fronteras del tiempo. Es sabido que era un marino atípico y poco convencional, pero me pregunto: ¿Y un nicho en el Panteón de Marinos Ilustres? No estaría nada mal… La historia española es tan desconocida como ingrata y sorprendente.
 
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